jueves, 1 de julio de 2010

:: Hasta el final ::



“Isabel… ya he conseguido darte de comer con esa jeringuilla… no sufras más. Tranquilízate, que ahora te sentaré y pasaremos la tarde juntos. Hace ya tres años que no puedes hablar ni moverte. Últimamente te siento lejos… Por eso continúo hablándote, aunque nunca sepa hasta qué punto me entiendes…

Ahora ya no están todos los proyectos de futuro que compartimos, ese universo propio que nos mantenía unidos. Estás conmigo, pero a veces me siento perdido: eras mi confidente, mi apoyo, el motor de mis ilusiones. Sí… aquel día de enero –hace ya tres años y medio- en que me preguntaste quién era yo, ese universo nuestro estalló en mil añicos. Tú sabes que yo nunca he sido un hombre débil…, pero lloré. Ese día comprendí que no podía dejar que te fueras poco a poco…

Todo empezó aquel mes de mayo de 1990 en que estabas tan rara, ¿te acuerdas? Se te olvidaban los recados, te perdías en la calle, no traías las vueltas de la compra, cruzabas los semáforos en rojo… Estabas muy nerviosa, pero hacías esfuerzos por ocultarnos todos estos despistes que te humillaban. ¡Claro! A tus 55 años eras una de las secretarias mejor consideradas de aquella multinacional alemana. Una mujer inteligente, con carácter, siempre perfectamente arreglada desde las ocho de la mañana, con esos tacones que a mí me parecían altísimos para ir a trabajar. Nuestros hijos, Álvaro y Manuel, me decían que podrías tener alguna carencia vitamínica, o la menopausia, o algo así. Estábamos un poco preocupados, pero se acercaba el verano, y queríamos comprar aquella casita en la playa. ¡Tenías tanta ilusión…! Por las noches, cuando nos metíamos en la cama, me decías que querías soñar que paseábamos los dos, cogidos de la mano, playa arriba, playa abajo…

En septiembre, todo se precipitó: había que renovar tu carné de conducir, y no querías ir. Te resistías como gato panza arriba. Al final, te llevamos casi a rastras, y cuando te tocó firmar, con la mano temblorosa, no podías apenas cerrar un círculo. Me miraste asustada… Tú lo sabías. Por eso, no querías ir… No querías que lo notáramos…
Recuero como si fuera ayer que la segunda vez que te llevamos al escáner dijiste con voz triste: “¿Y para qué? Yo sé que cada día estoy peor. Me doy cuenta de que no me han dado tratamiento ni medicación”.

Sé que sufrías, y te humillaba que tus amigas te vieran en ese estado, en silla de ruedas. Llegó un momento en que no querías salir a la calle, porque sentías vergüenza de que te vieran así. ¡Siempre has sido tan presumida…!

Fue aquella semana de noviembre cuando mis oídos registraron por primera vez la palabra alzhéimer, y el mundo se me vino encima. No quise decírtelo para no preocuparte, pero me hundí. El médico no me dio ninguna solución, ningún tratamiento; sólo me dijo dos palabras: “Paciencia, hijo”. Era como si los médicos me dieran el pésame…

Desde el principio tuve que dedicarme a las tareas del hogar. No podía hacer un huevo frito sin que se rompiera, no sabía planchar, y me daba vergüenza tender la ropa: lo hacía a las cuatro de la mañana para que no me vieran los vecinos… ¡Qué estúpido! Las vecinas me decían que tenía que tender las camisas por el bajo, y yo hacía como si no fuera conmigo. Y además de todo eso, te bañaba, te peinaba y te vestía. Aquello era mucho para mí, e intenté contratar a una enfermera, pero era más de la mitad de mi sueldo, y ni siquiera te trataba bien. Entonces comprendí que con nadie estarías mejor que conmigo y con tu hijo Álvaro, porque el mayor estaba destinado en Canarias…

Isabel, perdóname porque no consigo meter en cintura esta casa, porque las labores del hogar me superan. Pero los besos, los abrazos y las caricias que te doy no te los va a dar nadie. La única idea que me atormenta es que estés sufriendo. Tus gemidos de dolor o de nerviosismo me atormentan y se me clavan en el corazón.

Esta mañana me he dado cuenta de que llevo tres días sin salir de casa y de que nadie me ha visitado. Te sigo teniendo, pero esta enfermedad terrible que atrapó tu cerebro, desintegrándolo, ha hecho que perdiéramos muchos amigos, una gran parte de la familia, las diversiones, las ilusiones… A veces me cuesta. Sé que tienes la capacidad de recibir la ternura que Álvaro y yo te damos. Quizás estés haciendo acopio de ese cariño, para cuando sufres más…

Hay quien me dice que tengo que vivir mi vida; pero, después de pensarlo mucho, siempre llego a la misma conclusión: mi vida está aquí, contigo. Los dos, de la mano, todas las tardes. Los dos, juntos por las noches. Mi vida eres tú, estés como estés. Lo único que quiero es estar aquí contigo y pasar las tardes juntos cogidos de la mano…

Lo único que le pido a Dios es que me deje morir después de ti. No quiero dejarte sola en este mundo sin ayuda, sin ternura. Nuestro hijo no aguantaría este peso él solo. Así que hazme un sitio cuando llegues al cielo. ¡Tengo tantas cosas que contarte…!”.

"Alzheimer: la enfermedad del nuevo milenio",
M. G. Blázquez

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