sábado, 24 de julio de 2010

:: El viaje vital ::



“En efecto, había pasado la primavera, y también el verano. Freddy, una de las hojas de aquel árbol junto al que el Principito cayó, era una hoja grande. Se parte central era amplia y fuerte, y sus cinco extensiones eran firmes y puntiagudas.
Se había asomado por primera vez a la vida en la primavera cuando era sólo un pequeño brote de una rama bastante grande, cerca de la cima de un alto árbol.
Freddy, la hoja, estaba rodeado por cientos de hojas iguales a él, o así lo parecían. Pronto descubrió que ninguna hoja era igual a otra, aun cuando estuvieran en el mismo árbol. Alfred era la hoja que estaba a su lado. Ben era la hoja de su derecha, y Clara era la hermosa hoja de arriba.
Todas habían crecido juntas.
Habían aprendido a bailar con las brisas de la primavera, a calentarse bajo el sol del verano y a lavarse en las lluvias refrescantes.
Pero el mejor amigo de Freddy era Daniel. Era la hoja más grande de la rama y daba la impresión de haber estado allí antes que todos los demás.
A Freddy le parecía que Daniel era el más sabio.
Fue Daniel quien les contó qu eran parte de un árbol y les explicó que crecían en un parque público. Fue Daniel quien les dijo que el árbol tenía raíces fuertes que estaban ocultas en la tierra, allá abajo. Les habló de los pájaros que iban a posarse en esa rama y cantaban canciones matinales. Les habló del sol, la luna, las estrellas y las estaciones.
A Freddy le gustaba mucho ser una hoja. Le gustaba su rama, le gustaban las leves hojas que eran sus amigos, su lugar cerca del cielo, el viento que lo empujaba de aquí para allá, los rayos del sol que le daban calor, las nubes que los cubrían con grandes sombras blancas.
El verano había sido especialmente agradable. Los grandes días de calor eran placenteros, y las noches cálidas, apacibles y ensoñadoras.
Ese verano hubo mucha gente en el parque. Con frecuencia iban a sentarse bajo la sombra de Freddy.
Daniel les dijo que el dar sombra era parte de su finalidad.
- ¿Qué es una finalidad? –había preguntado Freddy.
- Una razón para existir –había respondido Daniel.
- Hacer las cosas más agradables para los otros es una razón para existir. Dar sombra a los ancianos que vienen para escapar del calor de sus casas; ofrecer un lugar fresco para que los niños vengan a jugar; abanicar con nuestras hojas a las familias que vienen a hacer “picnic” y comen sobre manteles a cuadros...; todas estas son razones para existir.
A Freddy le gustaba en particular la gente mayor. Se sentaban tranquilos sobre la hierba fresca y casi nunca se movían. Conversaban en susurros de los tiempos pasados.
Los chicos también eran entretenidos, aunque a veces hacían agujeros en el tronco del árbol o tallaban sus nombres en él. Aun así, era divertido verlos moverse tan rápidamente y reírse tanto.
Pero el verano de Freddy pasó pronto. Se esfumó en una noche.
Freddy nunca había tenido tatno frío. Todas las hojas tiritaban. Estaban cubiertas con una delgada capa de blanco que se derritió rápidamente y las dejó empapadas de rocío, resplandecientes bajo el sol de la mañana.
Otra vez fue Daniel quien les explicó que habían vivido su primera helada, la señal de que ya era otoño y que pronto llegaría el invierno.
Casi enseguida, todo el árbol, en realidad todo el parque, se transformó en una llamarada de color. Apenas quedó alguna hoja verde. Alfred se había vuelto de un color amarillo pronfudo. Ben, de un naranja brillante. Carala se había vuleto roja como una llama; Daniel, púrpura profundo, y Freddy estaba rojo y dorado y azul. ¡Qué hermosos estaban todos...! Freddy y sus amigos habían convertido el árbol en un arco iris.
- ¿Por qué nos ponemos de diferentes colores –preguntó Freddy-, si estamos en el mismo árbol?
- Cada uno de nosotros es diferente del otro. Hemos tenido experiencias diferentes del otro. Hemos mirado al sol y hemos dado sombra de manera diferentes. ¿Por qué no habríamos de tener distintos colores? –dijo Daniel, realista.
Daniel le dijo a Freddy que esa estación maravillosa se llamaba “otoño”.
Un día sucedió algo muy extraño. Las mismas brisas que antes les habían hecho bailar comenzaron a empujarlos y a tirar de sus tallos, casi como si estuvieran enfadadas. Ésta fue la causa de que algunas de las hojas se quebraran y cayeran de sus ramas y fueran levantadas por el viento, sacudidas de un lado a otro, hasta posarse blandamente sobre el suelo.
Todas las hojas se asustaron.
- ¿Qué está sucediendo? –se preguntaban unas a otras en susurros.
- Lo que sucede en el otoño –les dijo Daniel-. Ha llegado el momento de que las hojas cambien de hogar. Algunas personas lo llaman “morir”.
- ¿Todas nosotras moriremos? –preguntó Freddy.
- Sí –respondió Daniel-. Todo muere, sea grande o pequeño, débil o fuerte. Primero cumplimos nuestra tarea. Sentimos el sol y la luna, el viento y la lluvia. Aprendemos a bailar y a reír. Luego morimos.
- ¡Yo no voy a morir! –dijo Freddy con determinación-. ¿Tú vas a morir, Daniel?
- Sí –respondió Daniel-, cuando llegue mi hora.
- ¿Cuándo será? –preguntó Freddy.
- Nadie lo sabe con certeza –respondió Daniel.
Freddy observó que las otras hojas continuaban cayendo, y pensó: “Debe de haber llegado su hora”.
Vio que algunas de las hojas se resistían a los golpes del viento antes de caer, y que otras simplemente se dejaban ir y caían mansamente. Pronto el árbol quedó casi desnudo.
- Tengo miedo a morir –le dijo Freddy a Daniel-. No sé qué es lo que hay allá abajo.
- Todos tememos lo que no conocemos, Freddy. Es natural –le tranquilizó Daniel-. Sin embargo, no tuviste miedo cuando la primavera se convirtió en verano. No tuviste miedo cuando el verano se transformó en otoño. Eran cambios naturales. ¿Por qué tendrías que temer a la estación de la muerte?
- ¿El árbol también muere? –preguntó Freddy.
- Algún día. Pero hay algo más fuerte que el árbol: la Vida. La vida es eterna, y todos somos parte de ella.
- ¿Adónde iremos cuando muramos?
- Nadie lo sabe. ¡Ése es el gran misterio!
- ¿Regresaremos en la primavera?
- Nosotros no, pero la vida sí –respondió Daniel.
- Entonces, ¿cuál ha sido la razón de todo esto? –siguió preguntando Freddy-. ¿Por qué estamos aquí? ¿Sólo para caer y morir?
Daniel respondió de manera objetiva:
- ¿Por qué? Por el sol y la luna; por los momentos felices que hemos pasado juntos; por la sombra y pos los ancianos y los niños y las familias; por los colores del otoño; por las estaciones. ¿No son razones suficientes?
Esa tarde, bajo la luz dorada del crepúsculo, Daniel se desprendió de la rama. Cayó sin esfuerzo. Y mientras caía, parecía sonreír apaciblemente.
- ¡Hasta pronto, Freddy! –dijo.
Después, Freddy quedó solo. Era la única hoja que permanecía en su rama.
La primera nieve cayó a la mañana siguiente. Era blanda, blanca y suave; pero era dolorosamente fría.
Casi no hubo sol ese día, que fue muy corto. Freddy notó que perdía el calor y se ponía quebradizo. No dejaba de hacer frío, y la nieve pesaba mucho sobre él.
Al amanecer llegó el viento que separó a Freddy de su rama. No le desanimó.
Mientras caía, vio el árbol entero por primera vez. ¡Qué fuerte y firme era! Estaba seguro de que viviría mucho tiempo, y el saber que había sido parte de esa vida lo lleno de orgullo.
Freddy fue a parar sobre un montículo de nieve. Era bastante blanda... y hasta cálida. En esta nueva posición, Freddy estaba más cómodo que nunca. Cerró los ojos y se quedó dormido. No sabía que después del invierno llegaría la primavera, y la nieve se derretiría y se transformaría en agua. No sabía que su ser, aparentemente seco e inútil, se uniría al agua y serviría para que el árbol se hiciera más fuerte. Y, sobre todo, no sabía que allí, dormidos en el árbol y en la tierra, ya había proyectos de nuevas hojas que nacerían en la primavera”.


Mi ser querido tiene alzhéimer. Cómo poner el corazón en las manos,
José Carlos Bermejo

jueves, 1 de julio de 2010

:: Hasta el final ::



“Isabel… ya he conseguido darte de comer con esa jeringuilla… no sufras más. Tranquilízate, que ahora te sentaré y pasaremos la tarde juntos. Hace ya tres años que no puedes hablar ni moverte. Últimamente te siento lejos… Por eso continúo hablándote, aunque nunca sepa hasta qué punto me entiendes…

Ahora ya no están todos los proyectos de futuro que compartimos, ese universo propio que nos mantenía unidos. Estás conmigo, pero a veces me siento perdido: eras mi confidente, mi apoyo, el motor de mis ilusiones. Sí… aquel día de enero –hace ya tres años y medio- en que me preguntaste quién era yo, ese universo nuestro estalló en mil añicos. Tú sabes que yo nunca he sido un hombre débil…, pero lloré. Ese día comprendí que no podía dejar que te fueras poco a poco…

Todo empezó aquel mes de mayo de 1990 en que estabas tan rara, ¿te acuerdas? Se te olvidaban los recados, te perdías en la calle, no traías las vueltas de la compra, cruzabas los semáforos en rojo… Estabas muy nerviosa, pero hacías esfuerzos por ocultarnos todos estos despistes que te humillaban. ¡Claro! A tus 55 años eras una de las secretarias mejor consideradas de aquella multinacional alemana. Una mujer inteligente, con carácter, siempre perfectamente arreglada desde las ocho de la mañana, con esos tacones que a mí me parecían altísimos para ir a trabajar. Nuestros hijos, Álvaro y Manuel, me decían que podrías tener alguna carencia vitamínica, o la menopausia, o algo así. Estábamos un poco preocupados, pero se acercaba el verano, y queríamos comprar aquella casita en la playa. ¡Tenías tanta ilusión…! Por las noches, cuando nos metíamos en la cama, me decías que querías soñar que paseábamos los dos, cogidos de la mano, playa arriba, playa abajo…

En septiembre, todo se precipitó: había que renovar tu carné de conducir, y no querías ir. Te resistías como gato panza arriba. Al final, te llevamos casi a rastras, y cuando te tocó firmar, con la mano temblorosa, no podías apenas cerrar un círculo. Me miraste asustada… Tú lo sabías. Por eso, no querías ir… No querías que lo notáramos…
Recuero como si fuera ayer que la segunda vez que te llevamos al escáner dijiste con voz triste: “¿Y para qué? Yo sé que cada día estoy peor. Me doy cuenta de que no me han dado tratamiento ni medicación”.

Sé que sufrías, y te humillaba que tus amigas te vieran en ese estado, en silla de ruedas. Llegó un momento en que no querías salir a la calle, porque sentías vergüenza de que te vieran así. ¡Siempre has sido tan presumida…!

Fue aquella semana de noviembre cuando mis oídos registraron por primera vez la palabra alzhéimer, y el mundo se me vino encima. No quise decírtelo para no preocuparte, pero me hundí. El médico no me dio ninguna solución, ningún tratamiento; sólo me dijo dos palabras: “Paciencia, hijo”. Era como si los médicos me dieran el pésame…

Desde el principio tuve que dedicarme a las tareas del hogar. No podía hacer un huevo frito sin que se rompiera, no sabía planchar, y me daba vergüenza tender la ropa: lo hacía a las cuatro de la mañana para que no me vieran los vecinos… ¡Qué estúpido! Las vecinas me decían que tenía que tender las camisas por el bajo, y yo hacía como si no fuera conmigo. Y además de todo eso, te bañaba, te peinaba y te vestía. Aquello era mucho para mí, e intenté contratar a una enfermera, pero era más de la mitad de mi sueldo, y ni siquiera te trataba bien. Entonces comprendí que con nadie estarías mejor que conmigo y con tu hijo Álvaro, porque el mayor estaba destinado en Canarias…

Isabel, perdóname porque no consigo meter en cintura esta casa, porque las labores del hogar me superan. Pero los besos, los abrazos y las caricias que te doy no te los va a dar nadie. La única idea que me atormenta es que estés sufriendo. Tus gemidos de dolor o de nerviosismo me atormentan y se me clavan en el corazón.

Esta mañana me he dado cuenta de que llevo tres días sin salir de casa y de que nadie me ha visitado. Te sigo teniendo, pero esta enfermedad terrible que atrapó tu cerebro, desintegrándolo, ha hecho que perdiéramos muchos amigos, una gran parte de la familia, las diversiones, las ilusiones… A veces me cuesta. Sé que tienes la capacidad de recibir la ternura que Álvaro y yo te damos. Quizás estés haciendo acopio de ese cariño, para cuando sufres más…

Hay quien me dice que tengo que vivir mi vida; pero, después de pensarlo mucho, siempre llego a la misma conclusión: mi vida está aquí, contigo. Los dos, de la mano, todas las tardes. Los dos, juntos por las noches. Mi vida eres tú, estés como estés. Lo único que quiero es estar aquí contigo y pasar las tardes juntos cogidos de la mano…

Lo único que le pido a Dios es que me deje morir después de ti. No quiero dejarte sola en este mundo sin ayuda, sin ternura. Nuestro hijo no aguantaría este peso él solo. Así que hazme un sitio cuando llegues al cielo. ¡Tengo tantas cosas que contarte…!”.

"Alzheimer: la enfermedad del nuevo milenio",
M. G. Blázquez